miércoles, 2 de octubre de 2013

Hemos leído un capítulo del libro "Cuentos para jugar" de Rodari:

La vuelta a la ciudad
Paolo era un chico muy activo. No podía estar sin hacer algo interesante o útil. Nunca se aburría porque la fantasía estaba siempre dispuesta a sugerirle un juego, un trabajo, una actividad. También era tenaz: una vez tomada una decisión, no retrocedía, no dejaba las cosas a la mitad. Un día que no tenía colegio y estaba solo en casa, hizo deprisa los deberes y extendió sobre la mesa un gran plano de su ciudad contemplando largo rato la maraña de calles y plazas, de avenidas y callejas, más apretadas en los barrios céntricos y más abiertas donde los arrabales periféricos se confundían con el campo.
Casi sin darse cuenta Paolo se encontró con el compás entre las manos y dibujó sobre aquella desordenada madeja de líneas y espacios un círculo exacto. ¿Qué extraña idea le estaba viniendo a la cabeza? Al fin y al cabo ¿por qué no intentarlo? Ya está, había tomado una decisión: dar la vuelta a la ciudad. Pero la vuelta exacta. Las calles giran en zig zag, cambiando a cada momento caprichosamente, abandonando un punto cardinal para seguir otro. Incluso las grandes carreteras de circunvalación están trazadas en círculo, por así decirlo, no están trazadas con compás. En cambio Paolo quería dar la vuelta a la ciudad caminando siempre por la circunferencia trazada por su compás, sin desviarse ni un paso de ese anillo, nítido como una hermosa idea.
Por casualidad el círculo pasaba justo por la calle en la que Paolo vivía con su familia. Se metió el plano en un bolsillo, en el otro se guardó un panecillo, por si acaso le entraba hambre y adelante...
Ya está en la calle. Paolo decide ir hacia la izquierda. El círculo del compás sigue la calle por un buen trecho, después la atraviesa, en un punto en el que no hay paso de peatones. Pero Paolo no desiste de su proyecto. El también, como el círculo, cruza la calle y se encuentra ante un portal. Desde allí la calle continúa recta. Pero el círculo sigue por su cuenta, abandonando la calle. Parece que pasa precisamente por ese grupo de casas y sale del otro lado, a una plazoleta. Paolo, tras echar una ojeada al plano, entra en el portal. No hay nadie. Adelante. Hay un patio. Se puede atravesar. ¿Y ahora?
Ahora hay escaleras, pero Paolo no sabe si subir: llegaría al último piso, no podría salir al tejado y luego saltar de un tejado a otro... Una marca de lápiz trepa rápido por los tejados, pero los pies, sin alas, es muy distinto.
Por suerte en el rellano de la escalera hay un ventanuco. Un poco alto, a decir verdad, y no muy ancho. Paolo constata su plano: no cabe duda, para seguir el círculo hay que pasar por allí. No queda otra solución que trepar.
Cuando se agacha para lanzarse arriba, lo toma de sorpresa una voz masculina a sus espaldas que lo inmoviliza contra la pared, como a una araña asustada.
—Eh, chicuelo, ¿dónde vas? ¿Qué idea se te ha metido en la cabeza? Baja en seguida.
—¿Me dice a mí?
—Sí. Pero, dime, no serás un ladronzuelo... No, no me parece que tengas pinta de eso. ¿Entonces? ¿Quizá estás haciendo gimnasia?
—La verdad, señor... sólo quería pasar al otro patio.
—No tienes más que salir, dar la vuelta a la casa y entrar en el siguiente portal.
—No, no puedo...
—Ya entiendo: has jugado una mala pasada y tienes miedo de que te atrapen.
—No, le aseguro que no he hecho nada malo...
Paolo observa atentamente al señor que le ha detenido al pie del ventanuco. Después de todo parece una persona amable. Tiene un bastón, pero no lo emplea para amenazar. Se apoya en él sonriendo. Paolo decide fiarse de él y le confía su proyecto...
—La vuelta a la ciudad —repite el señor— ¿siguiendo un círculo dibujado con un compás? ¿Eso es lo que quieres hacer?
—Sí, señor.
—Hijo mío, pero eso no es posible. ¿Qué vas a hacer si te encuentras ante una pared sin ventanas?
—La saltaré.
—¿Y si es demasiado alta para saltarla?
—Haré un hueco y pasaré por debajo.
— ¿Y cuando llegues a la orilla del río? Mira, en tu plano el círculo pasa por el río en su parte más ancha y en esa parte no hay puentes.
—Pero sé nadar.
—Ya veo, ya veo. No eres un tipo que se rinda fácilmente ¿verdad?
—No.
—Se te ha metido en la cabeza un proyecto tan preciso como el círculo de un compás... ¿Qué quieres que te diga? ¡Inténtalo!
—Entonces, ¿me deja pasar por el ventanuco?
—Haré algo más, te ayudaré. Te hago una escalerilla con las manos. Pon el pie aquí arriba, ánimo... Pon atención a caer de pie...
—¡Muchas gracias, señor! Y ¡hasta la vista!
Y Paolo sigue, todo derecho. Bueno, no exactamente derecho: tiene que andar en círculo, sin salirse un ápice de la línea que ha dibujado en su plano. Ahora se encuentra al pie de un monumento ecuestre. Un caballo de bronce pisotea su pedestal de mármol. Un héroe, del que Paolo ignora el nombre, sujeta las riendas con la mano izquierda mientras con la derecha señala a una lejana meta.
Parece apuntar precisamente la continuación del círculo de Paolo. ¿Qué hacer? ¿Pasar entre las patas del caballo? ¿Trepar por la cabeza del héroe? O sencillamente rodear el monumento...

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