La vuelta a la ciudad
Paolo era un chico muy activo. No
podía estar sin hacer algo interesante o útil. Nunca se aburría porque la
fantasía estaba siempre dispuesta a sugerirle un juego, un trabajo, una
actividad. También era tenaz: una vez tomada una decisión, no retrocedía, no
dejaba las cosas a la mitad. Un día que no tenía colegio y estaba solo en casa,
hizo deprisa los deberes y extendió sobre la mesa un gran plano de su ciudad
contemplando largo rato la maraña de calles y plazas, de avenidas y callejas,
más apretadas en los barrios céntricos y más abiertas donde los arrabales
periféricos se confundían con el campo.
Casi sin darse cuenta Paolo se
encontró con el compás entre las manos y dibujó sobre aquella desordenada
madeja de líneas y espacios un círculo exacto. ¿Qué extraña idea le estaba viniendo
a la cabeza? Al fin y al cabo ¿por qué no intentarlo? Ya está, había tomado una
decisión: dar la vuelta a la ciudad. Pero la vuelta exacta. Las calles giran en
zig zag, cambiando a cada momento caprichosamente, abandonando un punto
cardinal para seguir otro. Incluso las grandes carreteras de circunvalación
están trazadas en círculo, por así decirlo, no están trazadas con compás. En
cambio Paolo quería dar la vuelta a la ciudad caminando siempre por la
circunferencia trazada por su compás, sin desviarse ni un paso de ese anillo,
nítido como una hermosa idea.
Por casualidad el círculo pasaba
justo por la calle en la que Paolo vivía con su familia. Se metió el plano en
un bolsillo, en el otro se guardó un panecillo, por si acaso le entraba hambre
y adelante...
Ya está en la calle. Paolo decide
ir hacia la izquierda. El círculo del compás sigue la calle por un buen trecho,
después la atraviesa, en un punto en el que no hay paso de peatones. Pero Paolo
no desiste de su proyecto. El también, como el círculo, cruza la calle y se
encuentra ante un portal. Desde allí la calle continúa recta. Pero el círculo
sigue por su cuenta, abandonando la calle. Parece que pasa precisamente por ese
grupo de casas y sale del otro lado, a una plazoleta. Paolo, tras echar una
ojeada al plano, entra en el portal. No hay nadie. Adelante. Hay un patio. Se
puede atravesar. ¿Y ahora?
Ahora hay escaleras, pero Paolo
no sabe si subir: llegaría al último piso, no podría salir al tejado y luego
saltar de un tejado a otro... Una marca de lápiz trepa rápido por los tejados,
pero los pies, sin alas, es muy distinto.
Por suerte en el rellano de la
escalera hay un ventanuco. Un poco alto, a decir verdad, y no muy ancho. Paolo
constata su plano: no cabe duda, para seguir el círculo hay que pasar por allí.
No queda otra solución que trepar.
Cuando se agacha para lanzarse
arriba, lo toma de sorpresa una voz masculina a sus espaldas que lo inmoviliza
contra la pared, como a una araña asustada.
—Eh, chicuelo, ¿dónde vas? ¿Qué
idea se te ha metido en la cabeza? Baja en seguida.
—¿Me dice a mí?
—Sí. Pero, dime, no serás un
ladronzuelo... No, no me parece que tengas pinta de eso. ¿Entonces? ¿Quizá
estás haciendo gimnasia?
—La verdad, señor... sólo quería
pasar al otro patio.
—No tienes más que salir, dar la
vuelta a la casa y entrar en el siguiente portal.
—No, no puedo...
—Ya entiendo: has jugado una mala
pasada y tienes miedo de que te atrapen.
—No, le aseguro que no he hecho
nada malo...
Paolo observa atentamente al
señor que le ha detenido al pie del ventanuco. Después de todo parece una
persona amable. Tiene un bastón, pero no lo emplea para amenazar. Se apoya en
él sonriendo. Paolo decide fiarse de él y le confía su proyecto...
—La vuelta a la ciudad —repite el
señor— ¿siguiendo un círculo dibujado con un compás? ¿Eso es lo que quieres
hacer?
—Sí, señor.
—Hijo mío, pero eso no es
posible. ¿Qué vas a hacer si te encuentras ante una pared sin ventanas?
—La saltaré.
—¿Y si es demasiado alta para
saltarla?
—Haré un hueco y pasaré por
debajo.
— ¿Y cuando llegues a la orilla
del río? Mira, en tu plano el círculo pasa por el río en su parte más ancha y
en esa parte no hay puentes.
—Pero sé nadar.
—Ya veo, ya veo. No eres un tipo
que se rinda fácilmente ¿verdad?
—No.
—Se te ha metido en la cabeza un
proyecto tan preciso como el círculo de un compás... ¿Qué quieres que te diga?
¡Inténtalo!
—Entonces, ¿me deja pasar por el
ventanuco?
—Haré algo más, te ayudaré. Te
hago una escalerilla con las manos. Pon el pie aquí arriba, ánimo... Pon
atención a caer de pie...
—¡Muchas gracias, señor! Y ¡hasta
la vista!
Y Paolo sigue, todo derecho.
Bueno, no exactamente derecho: tiene que andar en círculo, sin salirse un ápice
de la línea que ha dibujado en su plano. Ahora se encuentra al pie de un
monumento ecuestre. Un caballo de bronce pisotea su pedestal de mármol. Un
héroe, del que Paolo ignora el nombre, sujeta las riendas con la mano izquierda
mientras con la derecha señala a una lejana meta.
Parece apuntar precisamente la
continuación del círculo de Paolo. ¿Qué hacer? ¿Pasar entre las patas del
caballo? ¿Trepar por la cabeza del héroe? O sencillamente rodear el
monumento...
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